Hace unos días fui testigo de una escena corriente y no por ello menos triste. Una mujer mayor, con ligeras dificultades para caminar, pertrechada con un bastón se disponía a cruzar un paso de cebra. La mujer esperó pacientemente a que ningún coche estuviese cerca y, cuando no había moros en la costa, se dispuso a cruzar. Es una calle bastante ancha, con cuatro carriles y alta densidad de tráfico, por lo que no tardó en aparecer un coche, mientras la señora estaba todavía a un tercio de camino. Al cabo de unos segundos, el conductor, supongo que impaciente y disgustado por la tardanza de la mujer, comenzó a tocar el claxon y hacer gestos apremiantes. Pocas veces he deseado tanto que multen a alguien por el uso indebido de los sistemas de alarma.
Esta escena se puede ver en diversos escenarios: las caras de los clientes de supermercado cuando una persona mayor tarda un rato en meter su compra en la bolsa, dar el dinero y dejar libre el espacio; los comentarios impacientes cuando personas mayores suben o bajan de medios de transporte; las caras de apremio de los vecinos que esperan con la puerta abierta, etc. En esta sociedad de lo inmediato, tardar medio minuto más es un pecado imperdonable. Aunque uno tenga 80 años, problemas de equilibrio, movilidad reducida o necesite andador.
Si a esto le sumamos la pérdida de ciertas formas de cortesía (sujetar una puerta, ceder el paso o el asiento, esperar a un vecino para coger el ascensor, etc.) tenemos como resultado que, diariamente, los mayores ven como el espacio social en el que se mueven está poco adaptado y les excluye. No sólo a nivel de barreras arquitectónicas (ese es otro tema del que merece la pena hablar largo y tendido), también existe una especie de barrera temporal. No nos adaptamos a los tiempos de los mayores y pretendemos un imposible: que ellos se adapten al nuestro. Y es un imposible porque, por mucho que queramos, la biología es la que es. Uno de los cambios más notorios que podemos apreciar durante el proceso de envejecimiento es el enlentecimiento. Así, según vamos cumpliendo años, vamos volviéndonos más lentos, y no sólo a nivel físico. Simplemente necesitamos un poco más de tiempo para hacer las cosas, lo que no implica que las hagamos mal (habitualmente, ciertas habilidades se han ido mejorando a lo largo de la vida, por lo que, aunque tardemos más, puede que el resultado sea incluso mejor).
Es una lástima, además de un imposible, que pretendamos esa adaptación de los mayores al ritmo que lleva la sociedad. Es triste que tengamos tanta prisa en todo. Es triste que no podamos esperar medio minuto en la cola del supermercado o medio minuto antes de pulsar el botón del ascensor. No sólo por la falta de educación; es triste por lo que refleja de nosotros, la urgencia de tiempo con la que vivimos.
Cuando se habla de adaptación de entornos y espacios no deberíamos pensar sólo en las barreras arquitectónicas, deberíamos tener presentes las necesidades de los diversos grupos que emplean ese espacio para así poderlo hacer accesible a todos, más allá de si se puede acceder al mismo o no. Esto incluye el tiempo que necesita una persona para realizar una acción, por ejemplo.
De las personas mayores podemos aprender mucho; por ejemplo a tomarnos el tiempo que necesitemos para hacer las cosas, sin estar tan pendientes de cuánto rato empleamos en la tarea en sí. Mi abuela siempre me decía “vísteme despacio que tengo prisa”, me gustaría añadir “vísteme despacio, que tengo prisa y no me gusta andar a la carrera”.