Paternalismo y ancianidad

En esta sección ya hemos abordado  el tema de la discriminación, abuso y maltrato a ancianos. Estas conductas, aunque todavía no cuentan con toda la visibilidad que merecen, son reprobadas socialmente, por ser percibidas como lesivas para la persona (tanto a nivel físico como psicológico). Sin embargo, está extendida la costumbre de tratar con paternalismo a las personas mayores, sin apreciarse el menoscabo a la autoestima del anciano que resulta de esta actitud. En muchas ocasiones, esta conducta nace comparando a las personas mayores con niños; algo totalmente falso y perverso. Los ancianos no son como niños; mientras que estos últimos están empezando a desarrollarse, no han conseguido alcanzar hitos evolutivos y todavía ensayan lo que será su futura personalidad, inteligencia y conducta adulta, las personas mayores se encuentran en el punto más alto del desarrollo y la diferenciación. Las personas mayores muestran una mayor inteligencia verbal que los adultos jóvenes, mayor capacidad para imaginar hipotéticos y resolver verdades encontradas, una mayor capacidad para resolver dilemas sociales, etc.

Cuando comparamos a un anciano con un niño negamos su capacidad de decisión, su libertad, negamos que sea adulto y que pueda tomar sus propias decisiones. En estos casos, solemos adoptar posturas paternalistas, en las que tomamos decisiones por las personas ancianas como si ellas no fueran capaces de hacerlo, no supieran o, incluso, no debieran.

Este paternalismo puede afectar a muchos ámbitos de la vida. Es frecuente observar como personas mayores sufren abusos económicos por parte de su propia familia; por ejemplo, no dejándoles disponer libremente de sus bienes y dinero, presionándoles para beneficio de terceros, muchas veces en contra de sus deseos. En estos casos, la familia decide por la persona mayor sobre la venta de pisos, vivir en una residencia o en el domicilio, cómo se invierten ahorros, etc.

Este trato paternalista nace de asumir, explícita o tácitamente, que la vejez está asociada inamoviblemente a un deterior cognitivo severo; asumir que todas las personas mayores, por el mero hecho de tener una edad, son menos capaces intelectualmente y que, por ello, necesitan una especie de tutelaje. Por tanto, esta conducta resulta sibilinamente maliciosa, ya que en la mayoría de las ocasiones, las personas que las muestran piensan que “están haciendo lo mejor”, velando por los intereses del anciano, aunque no concuerde con sus deseos. El obvio problema es que la mayoría de las personas mayores no están incapacitadas intelectualmente ni tan siquiera sufren deterioro. Habrá quién precise ayuda en aspectos concretos (como puede ser el uso de nuevas tecnologías) pero al igual que otros colectivos. El hecho de dar por supuesto que por tener una determinada edad una persona necesita un tutelaje absoluto, que no puede disponer de sus bienes y tiempo a su antojo, que no saben qué les conviene, es un menoscabo a su libertad, es mostrar ideas preconcebidas y erróneas sobre la vejez y las personas mayores y supone un grave menoscabo de la integridad psicológica del otro; al fin y al cabo, se infantiliza a todo un colectivo.

Las personas mayores no son como niños. Deben decidir por sí mismos qué es lo que quieren hacer con su dinero, su tiempo, sus relaciones sociales y sexuales (el sexo en la tercera edad, un gran tabú), como cualquier otro adulto. Por supuesto, podrán equivocarse, eligiendo algo que no les conviene o errando en sus actuaciones, al igual que nos pasa al resto de adultos, pero no por cometer errores deberán ser privados de su libertad para organizar su vida como les plazca.

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