Uno de los principales papeles y retos de cualquier estado moderno es prever cómo será la situación social en los próximos años en aras de realizar una planificación de los recursos en base a las nuevas necesidades de la población.
Es un hecho que la ancianidad, entendida como el último periodo de vida (habitualmente en situación laboral de jubilación o inactividad), está cambiando. Las diferencias más evidentes son en cuanto a número; es indudable que el auge de la Medicina y los avances sociales de los últimos años (acceso a alimentos, educación, medidas higiénicas, etc.) han aumentado la esperanza de vida de forma notable (situándola por encima de los 80 años en la mayoría de países desarrollados), lo que implica que cada vez hay más personas que sobreviven hasta la ancianidad y, además, que este periodo de la vida se ha alargado. Todos los países europeos, igual que todos los estados desarrollados, están observando cambios drásticos en sus pirámides poblacionales. Al aumento de la esperanza de vida tenemos que sumar el control de la natalidad que, si bien ha conseguido cambios sociables impensables hace años (planificación familiar, inclusión de la mujer en el mundo laboral, etc.), ha transformado las pirámides poblacionales clásicas. Así, el número de nacimientos por mujer disminuye mientras que aumenta el número de personas mayores y la edad a la que fallecen se alarga.
Este enlace http://www.ine.es/prensa/np870.pdf lleva a un documento del INE del año 2014 donde realiza una previsión para la población española en el año 2064, la pirámide poblacional que muestra es muy reveladora:
Es una obviedad resaltar la necesidad de estudiar esta situación con gran esmero y minuciosidad, ya que el coste sanitario y social se está disparando, sin asegurarnos un relevo generacional que haga frente económicamente en un futuro cercano a esta previsible situación de un mayor número de personas inactivas que activas (situación que además se ve agudizada por el efecto de la crisis, en las que un número nada desdeñable de jóvenes no ven posible independizarse y formar una familia). Pero más allá de las implicaciones económicas o políticas, me gustaría que recapacitásemos sobre cómo van a ser estos mayores del siglo XXI. Van a ser muchos, como hemos dicho, pero también muy diferentes al perfil actual del mayor. A los hijos del “baby boom” les queda poco para el retiro (y entrar así oficialmente en este grupo poblacional). Esta generación es cualitativamente diferente a la de sus padres (los actuales ancianos): vivieron la incorporación de la mujer al mundo laboral (lo que implica que veremos ancianas con pensiones contributivas, no viviendo de la “caridad” que suponen las actuales prestaciones no contributivas, difícilmente compatibles con la subsistencia digna); una generación con menos hijos (es decir, una red familiar de soporte menor) o un mayor acceso a la educación reglada (lo que implica mayor conocimiento sobre la articulación social, así como un aumento de hábitos saludables) son algunos de los aspectos que los diferencian. Esta generación está acostumbrada a ser ciudadana; es decir, a ser sujetos con derechos y deberes. ¿Se conformarán con las migajas que actualmente destinamos a los mayores?, ¿se resignarán a espacios no adaptados, a una organización social que les excluye?, ¿estarán de acuerdo con vivir como si no fuesen actores sociales de gran importancia? (quién dude de esto último que piense cuántas parejas pueden tener hijos gracias al soporte de los abuelos), ¿se mostrarán pasivos ante la sociedad en la que viven pero les ignora?
Cualquier opinión al respecto no es más que un futurible, una posibilidad, más que una afirmación o una predicción. Pero, ya en la actualidad, tenemos pistas de los cambios que se avecinan. Y, sino, pensemos en los yayoflautas.